Psychologist Papers is a scientific-professional journal, whose purpose is to publish reviews, meta-analyzes, solutions, discoveries, guides, experiences and useful methods to address problems and issues arising in professional practice in any area of the Psychology. It is also provided as a forum for contrasting opinions and encouraging debate on controversial approaches or issues.
Papeles del Psicólogo, 1993. Vol. (56).
JUAN ANTONIO PÉREZ. JUAN MANUEL FALOMIR. MARÍA JOSÉ BÁGUENA . GABRIEL MUGNY.
Universidad de Valencia, Universidad de Ginebra
I. La raza: ¿Causa o consecuencia del racismo?
Los historiadores están de acuerdo en decir que, aunque desde la antigüedad se dispone de hechos flagrantes de discriminación por razones de color de la piel (la primera noticia de racismo que se tiene data del siglo XIX antes de Cristo, cuando un faraón Egipcio dictó una orden que prohibía a las personas de color negro utilizar una barca pública para cruzar un río).en realidad, no es hasta mediados del siglo pasado cuando realmente el racismo se convierte en un problema político, científico y social (cf. Duckitt, 1992).
Fue entonces cuando, con la idea de preservar la especie, se recurrió a las más sibilinas argumentaciones, dichas científicas, para tratar de establecer jerarquías en la especie humana (cf. Lemaine y Matalon, 1985). Se debatió así si los seres humanos proveníamos de una misma especie o de varias. Surgieron las famosas teorías eugenésicas que en su mayor parte fueron a concluir que sólo la especie dicha nórdica había de ser considerada la legítima perpetuadora de la especie humana. Todo ello fue a parar en él racismo como concepto cultural, en el nazismo como exponente ideológico supremo y en el genocidio como aplicación práctica específica.
Sin embargo -como se sabrá-, no hay clasificación de las razas de la que no se cuestione el número o los tipos diferentes de razas que establezca. La principal razón reside en que con todos los parámetros a los que se ha recurrido para definir las razas, los biólogos siempre se han encontrado con que las diferencias dentro de una raza dada son mayores que las diferencias medias entre razas. No existe la raza judía, la raza gitana, o la raza alemana. Existe la cultura semita, la etnia gitana o la nacionalidad alemana. Una primera conclusión, pues, es que en el tema del racismo lo que menos importa después de todo es la raza: la noción de raza es en realidad una construcción y no un antecedente en el racismo. Es el racismo el que ha inventado la raza y no al revés. Esta idea es esencial para entender el problema del racismo (cf. Kovel, 1983).
En este texto desearíamos centrarnos en analizar la última etapa del racismo que llega hasta nuestros días (o hasta hace bien poco) y que tiene una peculiaridad intrigante: no se es tan racista en actos individuales, como en actos colectivos o en principios simbólicos. La persona que manifiesta algún acto racista se ampara en decir que no lo hace por su interés individual, ni por su ideología eugenésica o racista. Se niega a que sus actos sean tachados de racistas. Mucho del racismo se ampara hoy en día en que no hace sino reflejar el sentir silencioso de la mayoría, en que es un modo de mostrar la solidaridad con el propio grupo (con la gente del propio país, de la comarca, del barrio, etc.), para que ellos (los parados, los drogadictos, los niños, etc.) no tengan problemas.
Comenzaremos presentando una caracterización de las actitudes racistas actuales y veremos a continuación los diversos tipos de racismo que parecen estar dándose. Trataremos de abordar entonces la ya eterna pregunta de por qué somos racistas, y terminaremos ilustrando cómo el racismo puede ser analizado como modalidad de relaciones entre grupos.
II. El perfil de las actitudes racistas
Por chocante que pueda resultar, al hablar hoy en día del racismo no se puede obviar en ningún momento que la mayoría de la gente no tiene conciencia de ser racista, y probablemente no lo es, o lo es involuntariamente. Esto es al menos lo que sugieren los resultados de los sondeos al uso. Así, en uno de los realizados por el prestigioso National Opinion Research Center, se encuentra que la opinión de los estadounidenses es mayoritariamente antisegregacionista. Por ejemplo, a la pregunta «¿tendría algún inconveniente en enviar a sus hijos a una escuela donde la mitad de los niños fueran negros?», los resultados muestran que un 80 por 100 confiesa en 1989 que no. En el mismo sondeo se observa que también un 77 por 100 rechaza que tuviera que haber «leyes para impedir matrimonios entre blancos y negros»; etc.
De igual modo, en Europa, sondeos y reacciones del electorado apuntan que la población rechaza de modo mayoritario el racismo y la xenofobia. Por ejemplo, en un sondeo del CIS sobre la opinión española realizado en 1991 con una muestra de 17.800 personas, se señalaba que sólo un 11 por 100 de los españoles votaría a un partido de ideología racista y que la mayoría (un 71 por 100) afirmaba tajantemente que de ningún modo votaría nunca a un partido con esa ideología (en un sondeo de similares características del año anterior, ese 71 por 100 estaba en un 69 por 100). Por más que esté subiendo en toda Europa la denominada «ola racista», no obstante, hoy todavía podemos decir que la opinión mayoritaria manifiesta que no es racista.
En pocos otros temas de debate social se formará un consenso con una mayoría tan numerosa. Ahora bien, tanta opinión antirracista, ¿es un hecho o se trataría simplemente de un truismo, es decir, de una opinión aceptada sin planteárselo?, ¿es el problema del racismo mera obra de una minoría? Con otro tipo de indicadores se va a ver que el fenómeno es mucho más complejo.
Pese a esa abundante opinión antirracista, no obstante, el racismo marca lo cotidiano. ¿Cómo combinar, pues, el hecho de que en su mayoría la sociedad se manifieste antirracista, pero no pasa un día (cf. Sánchez-Buezas, 1990) sin que el pueblo gitano, por ejemplo, sufra algún acto racista (niños gitanos a los que no se permite entrar en las escuelas donde van los payos, «casas» de gitanos que son quemadas por payos, familias de gitanos que por la fuerza son expulsadas de barrios de los payos, etc. y etc.)? Otro hecho: pese a que en la sociedad se sanciona la discriminación por diferencias étnicas, no obstante, las diferencias económicas y de bienestar social entre etnias o entre autóctonos e inmigrantes sigue siendo obvia. Por ejemplo, el sueldo medio anual de todas las familias negras en Estados Unidos fue (según Kovel, 1983) un 39 por 100 menos que el de las familias blancas en 1970 y un 42 por 100 menos diez años más tarde. Uno de cada ocho niños negros viven alejados de sus padres, contra uno de cada 38 en el caso de niños blancos; más del 55 por 100 de los niños negros nacieron en 1980 de madres solteras, contra el 11 por 100 de niños blancos; hay tres veces más negros muertos por alcoholismo que de blancos; el 42 por cien mil de jóvenes negros muere por homicidio contra el 8 por cien mil de blancos; y que en 1980 la esperanza de vida era de 6,1 años más para un blanco que para un negro.
III. Racismo manifiesto y latente: la ambivalencia
Estas diferencias han llevado a algunos a defender que el concepto de raza debe ser sustituido por el de status o clase. En nuestra opinión ese intento no es acertado, puesto que, en realidad, la actitud racista se caracteriza por una doble dinámica: la manifiesta y la latente. De este modo, esa misma mayoría que confiesa no ser racista, le hace falta muy poco para mostrar aproximadamente lo contrario. En los mismos sondeos citados se encuentra una ilustración de lo anterior casi paradigmático. Acabamos de ver que más del 80 por 100 decía que no tenía ninguna objeción para enviar a sus hijos a escuelas donde la mitad de los niños fueran negros. Pues bien, a esas mismas personas, en otra parte del sondeo, se les volvía a plantear esa misma pregunta con sólo una ligerísima modificación: que en lugar de decir la mitad de los niños fueran negros, se puso como ejemplo una escuela donde más de la mitad de sus niños fueran negros. El 82 por 100 de los encuestados que en 1972 no ponían objeción alguna, se quedan en un 58 por 100 con esta segunda formulación. Igualmente, en las opiniones de 1989, del 80 por 100 se pasa al 53 por 100. Subrayemos que el contenido de la actitud es el mismo en una u otra pregunta: ¿se opone -o no- a la segregación escolar? Lo único (!) que se ha modificado de una a otra es el contexto donde ejecutar dicha segregación (escuelas mitad blancos / mitad negros, frente a escuelas mayoría negra / minoría blanca; para apreciar mejor la «validez ecológica» de uno y otro contexto, téngase en cuenta que la población negra en Estados Unidos no alcanza el 15 por 100 de la población total).
Abundan los estudios que indican la ambivalencia de estos sentimientos. Así, por ejemplo, Weltz (1972) muestra que se da una correlación positiva entre una medida verbal de amabilidad y la afectuosidad mostrada por el sujeto en su tono de voz cuando su interlocutor era un blanco, pero esa correlación era negativa cuando el otro. era un negro. Gaertner, con el conocido paradigma que permite a los sujetos presenciar una situación de emergencia, ya cuando están solos o bien con otros tres más, mostró también que en la condición «sólo» el 100 por 100 de los sujetos ayudaba a la víctima tanto si ésta era un blanco como si era un negro. Sin embargo, en la condición «colectiva», mientras que la víctima de color blanco fue ayudada en un 90 por 100 de los casos, la de color negro sólo lo fue en un 30 por 100.
¿Hasta qué punto se puede decir de una persona que es racista si sólo lo es en el plano latente o si no es consciente de ello? ¿Dispone lo latente de la suficiente fuerza como para producir los efectos achacables al racismo? Hay pruebas para afirmar que sí. Tomemos el estudio de Word, Zanna y Cooper (1974) como ejemplo de cómo lo latente puede organizar conductas y signos no verbales de una interacción social dada y las consecuencias que ello comporta. En ese estudio los autores midieron diversos índices de comunicación no verbal (sobre los cuales solemos tener poco control consciente), y observaron, en un primer momento, que estudiantes blancos que tenían que entrevistar a un candidato a un puesto de trabajo (en realidad, un cómplice) de color negro o a uno de color blanco, sin darse cuenta, exhibían estilos de comportamiento distintos. Cuando se trataba del candidato negro se sentaban más lejos de él, cometían más errores de dicción y las entrevistas duraban menos tiempo. En un segundo experimento estudiaron los efectos que produciría un entrevistador blanco sobre un candidato también blanco recurriendo a aquel trato que recibió el negro en el estudio anterior. En las entrevistas organizadas con el «trato-negro», se mostró que el entrevistado se sintió más nervioso y que su rendimiento le hacía menos merecedero del puesto de trabajo al que aspiraba. Observaron, además, que con ese trato «distante», los entrevistados mostraban, a su vez, posiciones menos próximas y estimaban las entrevistas poco bien realizadas y poco amistosas. Como otros tantos, el estudio ilustra que el color negro de la piel constituye un rasgo de estigmatización que parece sentar las bases para que funcione la dinámica de la profecía autocumplida (Merton, 1957), de modo que la distancia entre categorías se perpetúa por signos latentes.
Bastan, pues, ínfimas variaciones del contexto para que la actitud racista opere. Las formas de expresarse el racismo han cambiado y se han adaptado al control social pero el racismo sigue existiendo en la mayoría. ¿Por qué continuamos siendo racistas? ¿Por qué no bastaba buena voluntad de la mayoría para acabar de una vez por todas con el racismo? ¿Qué tipo de influencia social habría que utilizar para que lo manifiesto deje de ser mera apariencia y sea interiorizado? Son preguntas que hoy vuelven a desafiar la investigación.
IV. Modalidades de racismo actual
Esta ambivalencia de las actitudes racistas ha dado lugar a una proliferación de rótulos para calificarla. Por ejemplo, Sears y Kinder (1971; Sears, 1992) hablan de «racismo simbólico», concepto que también es adoptado por McConahay (1983), aunque este autor al final ha preferido el término «racismo moderno». Con uno y otro concepto se quiere dar a entender que las actitudes racistas ya no se expresan en los clásicos términos de inferioridad de los negros y en sentimientos segregacionistas, sino en términos de «símbolos ideológicos abstractos y de comportamientos simbólicos donde prima el sentimiento de que los negros están violando valores apreciados, o que están demandando cambios en el status de su grupo que no están justificados» (McConahay y Hough, 1976 p. 38). Este tipo de racismo tendría (McConahay, 1983) tres elementos diferenciales:
a) Sentimiento de que los negros están pidiendo demasiado y que no están siguiendo las reglas aplicadas por otras generaciones a las minorías necesitadas.
b) Falta de referencia personal al hacer esos juicios: la persona de color blanco no se vería amenazado en su riqueza personal, sino que son los valores de la nación los que se ve amenazados.
c) Se expresa en símbolos, más que en preferencias claras de distancia social.
Por su parte, Dovidio y Gaertner (1986) siguen el trabajo de Kovel (1970) y hablan de «racismo aversivo», para describir la ambivalencia del racista que, por un lado, simpatiza con la víctima por el trato injusto que ésta recibió en el pasado y apoya políticas que vayan contra el racismo o políticas que promuevan la igualdad entre etnias, pero al mismo tiempo, por otro lado, mantiene -por más que sea fuera de su conciencia- sentimientos y creencias negativas sobre los negros.
Dutton (1976) habla de «la discriminación inversa», para referir los casos en que la persona de color blanco trata de modo más favorable (o menos desfavorable) a una persona de color negro que a una de color blanco. Rogers y Prentice-Dunn (1981) partiendo de una definición amplia del racismo, como trato diferente de la persona en base únicamente al color de su piel, hablan de «racismo regresivo», tratando de diferenciar los casos en los que la persona se comporta o bien de acuerdo con las normas que en la actualidad regulan las relaciones entre etnias (por ejemplo: discriminación inversa), o bien de modo regresivo, respondiendo a la otra etnia con un patrón de conducta que se dio cronológicamente antes, forma ésta que se produciría en estados de alta activación emocional. Pettigrew (1986) recurre a la noción de «racismo institucional» y Kovel (1983, p. XI) piensa que en la actualidad estamos en la «fase del metarracismo», que la define como el racismo de la tecnocracia, racismo que no tendría mediación psicológica como tal, y la opresión racista se materializaría directamente por vías económicas y tecnocráticas.
Por supuesto, todas esas denominaciones tienen sus pros y sus contras (para un análisis crítico, véase, por ejemplo, Sniderman y Tetlock, 1986). Por nuestra parte (Pérez y Mugny, 1992, Pérez y Mugny, en preparación), hemos preferido hablar de racismo manifiesto y latente, es decir, de un solo racismo -el mismo de siempre-, pero con dos llanos de acción. Lo que diferencia a uno y otro es que Pos significados psicosociales (costos sociales, modelos y conflictos de identificación) que repercuten a uno u otro nivel no son, los mismos. Además, pensamos que los mecanismos para cambiar la actitud no son los mismos cuando este cambio empieza a producirse por lo manifiesto para después generalizarse -llegado el caso- a lo latente; o, a la inversa, cuando Moscovici empieza por lo latente para después exteriorizarse (Cf. Mugny y Pérez, 1991; Mugny y Pérez, 1986: cap. V). Cambios a nivel manifiesto pueden justamente servir, en algunos casos, de inhibidores (más que de facilitadores) de cambios latentes, más profundos.
V. ¿Por qué somos racistas?
¿Por qué a alguien que considero que tiene la piel de otro color hace aparecer en mí un efecto positivo o negativo que no me hace experimentar alguien de mi propio color? ¿Es por el color de la piel? Los estudios (cf. Gergen, 1967) coinciden en mostrar una tendencia generalizada a preferir el color blanco al negro, y eso en todas las culturas, e incluso entre las personas de color negro. Se suele apuntar como explicación la asociación del negro con la noche, combinándose con el miedo que produce la oscuridad en la medida que facilita la proyección de fantasmas, etc. Pero el color negro de la piel en sí es insuficiente para explicar el racismo. Basta que sea un judío o un gitano, o un nórdico para que ya nazcan en mí diferentes sentimientos, por más que se trate de personas de piel blanca.
Dado, pues, que el origen del racismo no está en la raza, ¿dónde podría ser situado? Una explicación aceptada en las ciencias sociales es que el origen está en una combinación de factores psicológicos y culturales. Veamos esto sucintamente.
A nivel psicológico el racismo parece funcionar sobre un mecanismo perceptivo de categorización (Allport, 1954), que agrupa y segmenta las personas en categorías distintas, y sobre otro afectivo, que opera sobre el significado psicológico negativo que parece tener para la persona todo aquello que sea extraño (por ejemplo, porque pertenece a otra categoría), complementado a su vez por el significado positivo que tiene para el individuo el poder identificarse con algún otro similar o familiar (por ejemplo, por ser de su propia categoría) y poder así reconocer o proyectar en él sus propios sentimientos narcisistas.
El proceso de categorización es automático indispensable. La percepción de otra persona parece operar más por lo que le hace diferente y semejante de otras personas que por informaciones que fueran totalmente independientes de los demás. Es así como se dice que la percepción social funciona sobre la base de la categorización social. Para formar estas categorías no damos la misma importancia a todas las informaciones percibidas, recurriéndose en general a la siguiente doble operación cognitiva: acentuar mucho el parecido entre dos estímulos -de una misma categoría- y/o acentuar mucho lo diferente con otros estímulos -de otra categoría-.
El punto esencial aquí es sobre qué base se categoriza: ¿el sexo, el color de piel, la edad, la clase social, la pertenencia política..., el color de los ojos, la talla del pie? Evidentemente es aquí donde interviene la cultura en la que vivimos, en la medida en que va a hacer más funcional un tipo de categorización que otra. En principio las mejores categorizaciones funcionan sobre dimensiones discontinuas, aunque no exclusivamente. De este modo, en una época dada se exige mucha mayor visibilidad a los símbolos distintivos de los grupos sociales que en otra: marcas, tatuajes, modos de vestir, etc. Por ejemplo, hoy los signos que diferencian las clases sociales se han difuminado en gran medida. Piénsese de igual modo en lo importante que era conocer hace unos veinte años la ideología política y la escasísima importancia que tiene hoy en día para entablar comunicación social. Sin embargo, parece observarse que cuando unos sistemas de diferenciación social pierden peso, van surgiendo otros que los sustituyen en relevancia.
También a nivel psicosocial, el proceso de categorización se hace fundamental para poder construir la identidad social. En efecto, al igual que nuestro yo, lo que somos, la conciencia de ser persona, se forma por lo que somos únicos, es decir, por lo que nos diferencia de todos los demás (nombre, forma física, fecha de nacimiento, gustos, preferencias, DNI, etc.), lo mismo sucede con la identidad social (jóvenes, estudiantes, ecologistas, pacifistas, antirracistas, europeos, valencianos, etc.), que no se podría construir si no fuera porque percibimos en alguna dimensión dada un parecido con los de nuestra categoría, clase o grupo social (sexual, edad, religión, etc.) y que ese parecido con los de nuestra categoría es importante porque es lo que nos diferencia de los de otra categoría social dada. Entonces, nuestra identidad social (lingüística, nacional, religiosa, política, profesional, etc.) se forma, por una parte, por la identificación a nuestras categorías, que son las que aportan los atributos, las características, con las que nos definimos, y, por otra parte, por la exclusión de lo que no somos, es decir, por la acentuación de diferencias con aquellos que amenazan nuestra identidad por su proximidad o por su visibilidad social.
A esta necesidad de diferenciarnos de los demás se añade un valor social, lo que hace que en general todo sistema de categorización engendre una jerarquía social. En general, todo grupo intenta todo lo posible para quedar por encima de los demás. En realidad los grupos a los que pertenecemos, no tienen valor si no es porque eso da, en nuestro entender subjetivo, una imagen de marca a nuestro yo personal. El que los otros reconozcan o no esa imagen de marca, es otro problema, pero basta que así lo sea subjetivamente para que ya sea relevante. La comparación social que hacemos con los demás no tiene porqué ser instrumental (directamente competitiva), sino puede ser simbólica (cf. Turner, 1975). Por ejemplo, hay un cierto orgullo de ser europeo y no africano, de ser blanco y no negro, de ser nórdico y no mediterráneo, aunque ello no sea instrumento material de nada.
Nos extendemos presentando esta teoría sobre la naturaleza del racismo porque con ello queremos ilustrar que el racismo no es ni algo inmanente en la piel del que lo sufre, ni algo que un individuo tiene, y no otro, por su forma de ser. El racismo es una modalidad de relaciones entre grupos como otras tantas (por ejemplo, el sexismo, el nacionalismo, etc.), con más o menos auge, según momentos y contextos. En realidad los grupos lo utilizan para construir su identidad social positiva que por unas u otras razones ello se suele hacer a expensas del otro. Ese es un hecho psicosocial y cultural indiscutible.
Todo análisis que apunte a las razones económicas, a diferencias religiosas culturales, al «modus vivendi», a las diferencias políticas, etcétera, no estará sino tocando a lo periférico, a los factores que modulan la expresión del racismo, pero no a la naturaleza misma de éste. La literatura relevante está hoy saturada de ejemplos a este nivel. Insistimos porque se argumenta reiteradamente que el problema del racismo en USA, por ejemplo, o en el barrio de la Malvarrosa de Valencia -por evitar sugerir siempre que sólo los otros son los racistas-, se debe a la crisis económica en el primer caso y al problema de la droga en el segundo....
VI. El racismo como relación entre grupos
Se ha de examinar, pues, el racismo como una modalidad de relación entre grupos y la teoría de la identidad social es sin duda una de las más completas al respecto. De este modo, para entender el racismo resulta útil partir de los postulados de la teoría de la identidad social (cf. Tajfel y Turner, 1979); Abrams y Hogg, 1990), que combina el proceso de categorización social con la motivación a construir o mantener una identidad social positiva. No obstante, hay que añadir a todo ello el hecho de que el Zeitgeist predominante estaría censurando sobre todo la discriminación étnica (lo que no significa que censure el favoritismo del propio grupo), por lo que se hace fundamental aplicar a la expresión de los juicios intergrupales la distinción entre el nivel manifiesto y el latente, ya que la censura reprime, pero no suprime.
Combinando, esos tres órdenes de factores se puede avanzar que una persona en absoluto racista tendería a afirmar mínimas diferenciaciones entre etnias. Una persona racista a nivel manifiesto sería la que más características negativas asignaría a la otra etnia. Y una persona racista a nivel latente asignaría el mismo grado de características negativas a su propio grupo y al otro grupo, pero de entre las evaluaciones positivas favorecía más a su grupo que al exogrupo.
VII. Ilustración experimental
Demos una primera ilustración experimental de estas dinámicas con un estudio realizado por Gaertner (1975). La variable dependiente del experimento consistió en medir el tiempo de latencia de la respuesta. La tarea de los sujetos era simplemente decidir si dos cadenas de letras que eran presentadas simultáneamente eran -o no- cada una de ellas una palabra. Parece ser que cuando las dos cadenas de letras son ambas palabras y están estrechamente asociada una a la otra, se emplea menos tiempo para responder que si ambas cadenas fueran palabras relativamente no asociadas. Entre los pares de palabras críticos empleados figuraba «negro», «blanco», asociadas con rasgos positivos o negativos (por ejemplo: «negro-perezoso»; «blanco-perezoso»; «negro-inteligente»; «blanco-inteligente»). Los resultados muestran que los sujetos respondieron con igual celeridad a los pares de palabras «negro-rasgo negativo» que «blanco-rasgo negativo». Por el contrario, respondieron significativamente más lento ante los pares de palabras «negros-rasgos positivos» que los pares «blanco-rasgos positivos». Cabe notar que esos patrones de tiempos de reacción resultaron ser iguales en los sujetos que habían puntuado alto o bajo en una escala de racismo, que estaría midiendo lo que nosotros entendemos por racismo manifiesto. Es decir, la actitud manifiesta sobre el racismo no apareció relacionada con esos tiempos de reacción (juicios valorativos intergrupales latentes).
Una característica también importante que vemos en ese estudio es que, dado que las medidas del tiempo de reacción son no reactivas o latentes, como ya hemos comentado antes, evitar hacer diferencias interétnicas cuando se trate características negativas, parece tan interiorzado y automático en los sujetos como lo pueda ser el afianzar diferencias interétnicas en caso de tratarse de atributos positivos. En otros términos, los sujetos habrían aprendido a mostrar un favoritismo del intragrupo, sin aparecer racistas.
VIII. El racismo contra los gitanos
¿Esa lógica psicosocial examinada en otro continente y en otro marco de relaciones entre categorías sociales, serían, empero, aplicable a otro contexto, por ejemplo, al de los gitanos en España? Veamos un estudio (Pérez y Mugny, 1992) con cierto detalle.
A 271 estudiantes universitarios se les presentó una hasta con 20 características que supuestamente serían entendidas de este modo: 5 positivas y típicas de payos, 5 negativas y típicas de los payos, 5 positivas y típicas de los gitanos y 5 negativas y típicas de los gitanos. La tarea de los sujetos consistía en señalar o bien todas las características positivas o bien todas las negativas que tenían o bien los payos o bien los gitanos. Se trata, pues, de un diseño entre sujetos, de modo que los sujetos sólo tenían que asignar un tipo de características (las que considerasen positivas o negativas) a un tipo de grupo (a los payos o a los gitanos). Por ejemplo, para una condición se daba exactamente esta consigna: «señala todas las características que te parecen positivas y que, pensándolo bien, tienen los gitanos y no los payos». En el gráfico 1 figuran los resultados.
El análisis de varianza señala que los sujetos asignan más características a los payos que a los gitanos (F1/267 = 5,892; p < 0,02) y que evitan sobre todo asignar características negativas a los gitanos. Sólo sobre el conjunto de las características positivas tendieron ligeramente a favorecer su propio grupo.
En este mismo estudio, antes de expresar los juicios interétnicos que acabamos de presentar, los sujetos contestaron a un cuestionario de actitudes sobre los gitanos. Ese cuestionario tiene dos dimensiones, la manifiesta y la latente, con cuatro ítems cada una (para más detalle, Pérez y Mugny, en preparación). Por ejemplo, un ítem manifiesto decía así: «hacen falta más acciones políticas y sociales para mejorar el bienestar de los gitanos». Un ítem latente era: «los gitanos se preocupan menos que los payos por la vida política». La dimensión manifiesta tiene un carácter valorativo sobre los gitanos, mientras que la dimensión latente se caracteriza por su tinte descriptivo, dando estos ítems la impresión de ser prácticamente hechos y no apreciaciones sobre hechos. Pero, como se sabe, raramente la descripción se daría aislada de la actitud (para este punto, véase, por ejemplo, el trabajo sobre las representaciones sociales de Moscovici de 1961).
Aunque sea de modo sucinto, nos parece interesante presentar las correlaciones entre la actitud manifiesta y latente y los juicios valorativos interétnicos (número de características positivas o negativas al propio grupo payo y a los gitanos). Los resultados figuran en el cuadro 1.
CUADRO 1 |
|||
Actitud |
|||
n |
Manifiesta |
Latente |
|
Positivas Negativas
|
Payos (68)
Gitanos (67) Payos (68) |
-0.26* +0.18 |
-0.39** -0.06 |
* p<0.2
** p<0.001
Correcciones ante la actitud manifiesta y latente y el número de características positivas o negativas sagradas al propio grupo payo y a los gitanos. Entre paréntesis se encuentra el número de sujetos por condición.
Como puede verse, la actitud manifiesta sólo guarda una relación con el número de características positivas que se asignan al intragrupo de los payos: cuanto menos racista se es, menos características se asignan a los payos. Lo que más choca es no encontrar una relación entre el estereotipo sobre el gitano y la actitud manifiesta hacia éstos. Es decir, la actitud manifiesta hacia los gitanos no estaría aquí organizada por la imagen positiva o negativa que se tiene de éstos, sino por la acentuación de la imagen positiva que se tiene del propio grupo (los payos), exactamente como fue previsto.
Es la actitud latente la que parece tener dos puntos de anclaje: la valoración positiva del propio grupo y la depreciación del exogrupo. En efecto, al igual que la actitud manifiesta, la actitud latente también está relacionada con el número de características positivas que se asigna al intragrupo (cuanto más racista se es sobre esta dimensión latente, más de características positivas que se asignan a los payos), pero además se observa ahora que a este nivel si se produce una relación entre el estereotipo sobre el gitano y la actitud hacia éstos: cuantas más características negativas se asignan a los gitanos, más racista se es a nivel latente. En otros estudios (cf. Pérez y Mugny, en preparación) también se han confirmado estos resultados.
En suma, los resultados ilustran las reticencias a mostrarse racista (operacionalizado aquí por la asignación e características negativas). De este modo, las actitudes manifiestas se guían por la indeseabilidad social asociada al hecho de mostrarse racista. Y cabe poca duda de que son esas actitudes manifiestas las que configuran la autoconciencia de la persona sobre el racismo, al mismo tiempo que enmascaran otros funcionamientos latentes divergentes.
Concretamente, la persona no tendría de sí misma una imagen de racista (por ejemplo: dado que no diferencian negativamente a la otra etnia connotación exclusiva sobre la que el actual Zeitgeist haría reposar lo que es ser racista), por lo que parece lógico pensar que tampoco se muestre sensible a un discurso antirracista, puesto que un tal discurso ya no iría con su autopercepción.
En segundo lugar, se creará un conflicto, y, en su caso, esa toma de conciencia, si impedimos a los sujetos asignar características positivas al intragrupo o si forzamos el sujeto a asignar evaluaciones negativas al exogrupo. En esos dos casos el conflicto surgiría porque un funcionamiento cognitivo habitual es contrarrestado. Este conflicto adquirirá un carácter sociocognitivo más intenso si la asignación de características negativas al exogrupo se hace en un contexto de referencia que resalta por ser antirracista. Esta es una de las posibles vías de intervención.
IX. Estrategias de intervención contra el racismo
La literatura sobre el racismo es hoy muy amplia. Se han estudiado muchas formas de atajar el racismo. Las podríamos dividir en dos: las que parecen más propias para producir cambios sólo a nivel manifiesto y las que serían más propensas a llegar a la dimensión latente del mismo. Entre las primeras está la hipótesis del contacto entre grupos (Allport, 1954). No es éste el lugar para hacer un balance (cf. Amir, 1976), pero más que mirar a los pequeños estudios sobre el contacto, no podemos dejar de mirar a un experimento sobre el contacto que podríamos decir se ha llevado a cabo durante casi seiscientos años. El racismo contra los gitanos, dura prácticamente en España desde que se conoce la presencia de este grupo en este país (se tiene noticia de la presencia de las primeras familias gitanas en Barcelona, el 10 de junio de 1447). Desde entonces han vivido desperdigados entre toda la población paya, justamente por su talante nómada y su sobrevivencia del «mercadillo». Y, sin embargo, ni los gitanos han cambiado su modo de vida y subsistencia, ni los payos sus estereotipos, excepto que éstos se han hecho «naturales». En nuestra opinión el contacto entre grupos no es suficiente para acabar con la discriminación.
Lo mismo podríamos decir dando crédito a la revisión que en 1978 realizó Stephan de los estudios relacionados con el contacto entre blancos y negros en Estados Unidos. Su balance fue el siguiente: un 13 por 100 de los estudios indican un descenso del prejuicio blanco donde se siguen políticas antisegregacionistas, en el 34 por 100 no hubo cambio, y en un 53 por 100 se dio un incremento del prejuicio.
Ciertamente el contacto contribuye a acabar con la discriminación, pero he aquí en qué condiciones parece que se tiene que dar: los grupos en contacto han de tener un status igual, produce sobre todo efectos positivos en el nivel interpersonal, se requiere que la situación subraye la cooperación y que se establezcan una serie de metas supraordenadas. Y por si faltaba algo, también es necesario que se promuevan normas institucionales y sociales que apoyen el contacto intergrupal (por supuesto otras normas que sean algo más que el mero limitarse a prohibir el flujo de inmigrantes que no lleven título universitario y corbata, como apuntan las imaginativas estrategias del Ministerio del Interior como solución a la xenofobia!). En definitiva, toda una utopía hoy por hoy.
En nuestro programa de investigación sobre cómo cambiar el racismo latente, estamos siguiendo otra vía de intervención recurriendo a la teoría del conflicto socio-cognitivo, ya aplicada en otros ámbitos de la influencia social (cf. Moscovici, Mugny y Pérez, 1991; véase también el número 124, junto con su suplemento 27, que la revista Anthropos ha dedicado en 1991 exclusivamente a ello). No hay espacio aquí para que expongamos los efectos de la veintena de estudios que hemos dedicado a esta línea de intervención (cf. Pérez y Mugny, en preparación). Digamos simplemente que se parte de la hipótesis de que la voluntad guiada sólo por el truismo «no hay que ser racista» no es suficiente para dejar de serio o para acabar con las actitudes racistas. Paradójicamente para acabar con el racismo parece necesario hacer sentir el conflicto en la persona. Para esto es necesario «despertar» el prejuicio. De lo contrario, la persona difícilmente advertirá cualquier conflicto que pudiera modificar su actitud racista latente, mientras la imagen que tenga de sí misma sea que no es racista, tal y como puede autoinferir (y dar a inferir) a partir de su propio comportamiento manifiesto. Esta falta de toma de conciencia de ser racista sería responsable del endurecimiento y persistencia de la actitud racista latente. A este endurecimiento ha podido contribuir el que el debate social se habría centrado más en impedir que se manifiesten conductas racistas, que en cambiar de raíz la actitud racista. Se habría modificado la expresión de la actitud racista, pero no su o sus mediadores específicos.
X. Conclusión
El racismo se vuelve a manifestar. Ante tal hecho, la psicología colectiva, disciplina que se ocupa de fenómenos como las actitudes sociales, es decir, las reacciones que unos grupos tienen sobre otros, puede establecer casi un axioma: la sociedad crea fenómenos que luego no es capaz de volverlos a la nada. El trasiego de los que se adhieren a unas u otras actitudes sociales puede ser más o menos acelerado, pero las actitudes sociales, una vez creadas, parecen destinadas a tener siempre algún adepto.
Es un hecho que el racismo ha evolucionado históricamente, de la dominación a la aversión y de ahí al racismo simbólico o a un metarracismo. La nueva etapa en la que parece que entramos, se caracteriza porque lo civilizado con lo que hemos mostrado el racismo ya no es suficiente para tapar que sigue habiendo racismo, que las diferencias entre etnias persisten. El tema del racismo necesita de algo más que la mera no-discriminación pública. La cuestión no está tanto en reprimir la expresión del racismo, cuanto en comenzar a inculcar que el pluralismo cultural (eso si no el multiculturalismo, cf. Berry, 1980) será la única solución. Para modificar los sentimientos latentes, que en última instancia son los que están contraviniendo para que la discriminación deje de ser un hecho, el individuo tiene que tomar conciencia de su racismo larvado. Sin el conflicto y la acción social probablemente será difícil mover estas actitudes sociales que, después de todo, no son sino partes de una cultura. En definitiva, advertimos que desde mediados del siglo pasado nunca más se ha vuelto a producir un cambio cualitativo en el racismo.
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Material adicional / Suplementary material
Gráfico 1. Número de características positivas o negativas asignadas o a los payos o a los gitanos.